YORGOS YERALÍS

Esmirna-Grecia, 1917

LA DESAPARICIÓN

De vez en cuando desaparecía. Los demás lo esperaban,
tranquilos de que, en cualquier momento, habría de aparecer.
Normalmente no daba ninguna explicación sobre sus vagabundeos,
sólo daba a entender cosas fascinantes,
viajes o amores, o algo aún más dudoso, si lo hay.
En realidad, nada. Sólo imperceptibles tentativas de olvido.
Lo recibían sin aspavientos, sonriendo, como si no se hubiera
ausentado mucho tiempo.

Alguna vez, sin embargo, parece que en verdad se olvidó.
Es decir, él se olvidó de sí mismo, y luego, también lo olvidaron los demás.
Cuando pensó volver, se dio cuenta, por primera vez, de que estaba muerto.

Debieron pasar generaciones y generaciones, porque su tumba,
lo recordaba bien, en aquella colina amarilla, estaba
en un estado indescriptible.
Su nombre medio borrado, y ni hablar ya de candiles y flores
en tanta ruina.

Vio, abajo, la ciudad vestirse para su sueño nocturno,
personas desconocidas lo rebasaban en el atardecer. Y alguien cantaba,
al menos eso mostraban sus labios. Luego, la mujer
inclinada, con la pañoleta negra, y el ciego con la armónica.
“Nada ha cambiado”, pensó. “Sería inútil
que volviera. Aquella tumba en la colina amarilla, lista desde hace tiempo,
aunque sin nombre,
ya es tiempo de que empiece a habitarse.”

Versión de Francisco Torres Córdova


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